Aprendí dos sabias lecciones de mi padre: Que la mentira
deslegitima de por vida y que ser claro, directo y firme de convicción es
básico para obtener respeto y autoridad. Nadie puede dirigir, ni pretenderlo siquiera,
los destinos de una familia, empresa, institución o Estado cuando no comunica
su proyecto de una manera comprensible y decidida. Nadie puede pedir apoyo sin
ser relegado al ostracismo cuando miente. Tengo la suerte de haber llegado a mi
teórico ecuador biológico en plenitud, con familia, formación superior, cuatro
idiomas y una dilatada experiencia profesional, los últimos diez años en el
extranjero. Conozco las más diversas etnias, mentalidades, religiones y
contextos políticos del mundo. Y me invade una gran desazón volver a España y sentirme
estúpido. Un estúpido incapaz de comprender a toda la pléyade de actores y
figurantes que pululan por los foros políticos y mediáticos, transformados ya en circos, quienes se despachan en público con diatribas sobre el significado
de eufemismos ambiguos como el derecho a decidir, el estado propio, el
federalismo asimétrico o el proceso de paz. O cuando contemplo estupefacto cómo
sus señorías consagran un día, pagado de nuestros agujereados bolsillos, dietas
incluidas, a intentar reprobar a un ministro por ser claro y coherente. La
supuesta libertad que nos han inculcado sufre sus más perversos efectos: hace
libre y santo a quien incita alto y claro a la rebelión, y convierte en tirano,
indigno y reprobable a quien pretende traer cordura y aplicar la ley. La solución,
mentira disfrazada de balones a la grada, ambigüedad vestida de diplomacia, y esperar que las aguas vuelvan a su cauce, que ya se sabe que no será el caso.
Pero mientras dure el momio... que dure. Y es que, Majestad, su copa “mola”,
pero nuestra España, perdone que retome sus palabras, ciertamente da ganas de
llorar.
Fernando Medina
Sí, está triste España. Y no hay quién de la cara para explicar tanto sufrimiento inútil.
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